domingo, 25 de mayo de 2014

X.



No pienso hablaros del Cielo
ni de cómo lo dejaba en bandeja.
Ni del Infierno asemejado
al número de su apartamento.

No pienso mirar atrás 
a ver arder las nubes.
No pienso quedarme
a ver explotar el compás
que jamás había llevado.

No pienso tocar el picaporte
ni siquiera para cerrar
de un portazo
como no pienso volver
tocando en la puerta
como en tu corazón.

No pienso.
No pienso hacerlo.
Pero pienso.
Pienso todo el día.

¿Y sabéis qué pienso
sobre la Luna?
Pienso que es increíble
que a estas alturas
de la vida
aún se apropie
de su belleza
cada noche.

(Pero no se lo digáis; que ni lo piense)

Coldplay no siempre tiene razón.


Siempre me han encantado las luciérnagas, ¿sabéis? Creo que es por eso que esta ciudad me enamora todas las noches con sus pequeñas luces, borrosas por la neblina: me recuerdan a las luciérnagas. Por eso y por sus calles estrechas y vacías, donde siempre que pasas está sonando Coldplay desde el interior de algún restaurante.

Aquella noche no era especial, pero sí bonita. A mi alrededor podía escucharse Speed Of Sound, lo que me recordó que lo bonito también puede ser triste. A esas horas solo podía pensar en lo que dolían los portazos que se dan cuando nadie está allí para escucharlos. Y no os riáis, pero me di cuenta de que había pasado tanto en mi vida sonriendo con la ilusión de que alguien se enamorase de mi sonrisa, que se me olvidó cómo hacerlo estando sola. Estaba tirada en la acera aquella noche mirando al cielo, en el que nunca se ven todas las estrellas que querría.

Aquella noche hacían ya meses de una causa que había abandonado y, a día de hoy, todavía sigo estancada en el pitido que se escucha al final de una llamada. No lo llamé en aquel momento, pero pienso hacerlo ahora. De hecho, el teléfono suena al mismo tiempo que escribo esto, y a medida que se escuchan los tonos me voy dando cuenta de que Coldplay no siempre tiene razón. De que a veces las cosas no pasan a la velocidad del sonido. Hay esperas que se te hacen eternas, como la que existe antes de que respondan (o no) a la llamada. Y veréis… Creo que después de todo lo justo sería confesaros que yo llamaba para pedir perdón, aún después de no haber tenido la culpa de nada.

Y sé que no entendéis el motivo de todo esto, pero mejor olvidadlo.
El teléfono suena unos momentos más inútilmente, y él no piensa contestar.

domingo, 18 de mayo de 2014

Escondámonos.


Mira, yo voy a serte sincera: a mí no me gusta escribir como a ti no te gusta desgarrarte, pero ninguno tiene la culpa de que las cosas pasen, ¿no es así? Tú te clavas las uñas y yo alguna que otra coma, cosa que no por ser diferente duele menos, ¿sabes? Tú tranquilo, que sé que no. Somos diferentes. Normal. Mientras tú estudiabas hasta con quién follaba Bécquer yo me dedicaba a leerlo. Y eso no me hace mejor persona, corazón, no te confundas; pero no acepto que me hable de versos y amor alguien cuyo nombre no rima con el de otra persona. 

Quizá me haya desviado del tema. Verás, voy a serte más sincera aún si puedo: Me importa una mierda. ¡Ahora tómatelo como quieras! Pueden ser mis desvaríos, los tuyos o tú mismo. Estoy perdiendo el sentido. Otra vez. Y recuerdo un día de lluvia en el que me deseaste suerte pero no dijiste de qué tipo. Ahora entiendo la llorera de tantos párrafos inciertos. 

No sé qué sentido tiene todo esto, pero echo de menos ser imprecisa y triste. 
Reconfortante. Como saber que tu musa te juzga y ha decidido no pegarte un tiro. Aún. 
Extraño, digo. 

Escondámonos, por si acaso. 

jueves, 15 de mayo de 2014

Pongamos que se llamaba Distancia.


… Intentaré explicártelo. Pongamos que vivía con ella. Que lo dudo, ¿sabes? Porque la habría tirado por el balcón antes de llegar a medio día de convivencia. Pongamos que se llamaba Distancia, ¿de acuerdo? Y que siempre estaba en medio. Ya de paso pongamos también que la odiaba, lo cual es cierto. Pongamos que aún llamándose así siempre estaba a mi lado, por irónico que resulte, y que no le importaba lo más mínimo el dolor que sentía cuando me clavaba sus uñas en el cuello y me desgarraba algo más que la piel. Pongamos que dejo de hablar en pasado, porque lo sigue haciendo. Digamos que, por razones que no me apetece redactar, me la tenía jurada. ¡Y la muy hija de puta no se largaba nunca! 

Pongamos que un día sale. Salimos, quiero decir. Que “¡No sin la Distancia!” podría haber sido mi lema y que —esto sí que es cierto— seguía sintiendo sus uñas en mí aun al salir corriendo y dejarla atrás como podía. Pongamos que en uno de estos días vacíos empieza a susurrarme en el oído historias que ojalá se guardase para sí misma, ¿entiendes? Y pongamos que… Pongamos que salgo corriendo de nuevo, esta vez llorando, y que el portazo que doy al irme acaba resquebrajándome hasta a mí. 

Sé que me he extendido demasiado, ¿vale? Pero estoy acabando, lo prometo. Verás… Pongamos que ya no puedo más, ¿entiendes? Pongamos que Distancia por dentro me ha vuelto —definitivamente— hueca y gris con diminutos lienzos de colores colgados aleatoriamente por donde nadie mira. Pongamos que grito y me retuerzo; que vuelvo a irme y espero no volver. ¡Pero esto no es todo! Pongamos que encuentro, sin darme cuenta, una salida. O algo que me comprende. O alguien. ¡Qué más da! Pongamos… Pongamos que lo abrazo, ¿sí? 

Sí. Pongamos que lo abrazo. Pongamos que Distancia me ve.
Pongamos que lo abrazo, que Distancia me ve y se pone celosa.
Pongamos que se va. Que me da igual. Pongamos que la olvido. 
Pongamos que se ha ido. ¿Y ahora qué? 

¡Ahora nada! ¡Eso es!

Despedidas de teatro.


Detrás del telón
hay violines llorando.
¡Bravo! ¡Bravo!
Otro violinista
ha sido fusilado
y se ha hecho Venecia
de música, lloros
y adióses.

Y en el escenario
tres góndolas
encalladas.
¡Bravo! ¡Bravo!
Al fin otras almas
varadas.

Además alguien
en el público
parecía estar hablando
del amor.
Pobre hombre,
pobre desgracia.

Díganme,
¿por qué se suicidó?

miércoles, 7 de mayo de 2014

Ni se me ocurriría.


— ¡Ni se te ocurra!

Me echó una de aquellas miradas llenas de odio y decepción. O tal vez fuese tristeza, no lo sé. Hace ya un tiempo que dejé de interpretarla porque hace ya demasiado que solo le pone énfasis a las amenazas de ese tipo. Amenazas que son sin ser, ¿entendéis? “Ni se te ocurra”. Ni se te ocurra, ¿qué? ¿Marcharme? ¿Abandonarte? ¿Dejar de perseguirte? Venga ya, corazón, que llevamos vividas muchas noches frente al mar.

Hacerse la dura no era lo suyo, y aún menos lo era con las mejillas rojas de rabia y la mirada hecha cristaleras. Podría… Podría escribir un libro entero hablando de ella cabreada conmigo por la calle. O en la playa. O en casa. Peor aún; en la de mi madre. O la de la suya. Daba igual. La cuestión es que no lo hago porque a las golondrinas ya les escribe Bécquer, y ella era una. No lo hago porque siento que no puedo, que mis días ya no riman y que he dejado de ser una preciosa coincidencia. No he decidido abandonarla, solo llamarle la atención. Que vea que los portazos pueden dolerle a alguien más que no sean las bisagras de la puerta.

Ya veis. Somos como una mala canción de Coldplay que suena de fondo mientras ella sigue cabreada y no hay nadie para poder ver lo bonita que se ha quedado la tristeza en esta calle. O en mi casa. ¡O en la de mi madre! ¡O la de la suya! Joder. Espero que no tengáis en cuenta mi sonrisa si me veis con ella por ahí. Ni cómo la miro o cómo intento abrazarla. 

Es imbécil, joder. Imbécil y muy irritable. 
Pero ni se me ocurriría dejar de quererla.

domingo, 4 de mayo de 2014

(...)


Seguro que esos malditos hijos de puta ni siquiera escriben lo que sienten al igual que, muy seguramente, se los estará comiendo la rabia por dentro cuando ven al éxito pasar por su lado y seguir de largo sin prestarles atención. Y estoy convencida de que si la falta de reconocimiento no les ha hecho ya explotar en mil pedazos, no habrá que esperar demasiado para que eso pase. Espero que algún día dejen de esperar halagos por palabras y acaben escribiendo algo que de verdad pueda hacer sentir a quien los lea. O no. Mejor que sigan forzando sus rimas asonantes en cada uno de sus versos y se atraganten con alguno, que ya me ocupo yo de escribir sobre cogerte de la vida en lugar que de la mano. Que no es que me pertenezcas como musa, sino que mereces algo más que un puñado de poemas tan vacíos y tristes que ni siquiera valdría la pena amueblarlos y quedarte allí a vivir. Y aunque sé que, después de todo, volverás a sus cínicas palabras, no puedo evitar sentirme como quien tira un búmeran roto y espera a que regrese cuando sabe que, en el fondo, no volverá nunca; como una soñadora más. Aún así, sigo pensando que todas las noches que paso escribiéndote se acaban quedando bonitas para pegarles un tiro a todos esos hijos de puta que no saben escribirte bien, como se le suele escribir a la Luna.