— ¡Ni se te ocurra!
Me echó una de aquellas miradas llenas de odio y decepción. O tal vez fuese tristeza, no lo sé. Hace ya un tiempo que dejé de interpretarla porque hace ya demasiado que solo le pone énfasis a las amenazas de ese tipo. Amenazas que son sin ser, ¿entendéis? “Ni se te ocurra”. Ni se te ocurra, ¿qué? ¿Marcharme? ¿Abandonarte? ¿Dejar de perseguirte? Venga ya, corazón, que llevamos vividas muchas noches frente al mar.
Hacerse la dura no era lo suyo, y aún menos lo era con las mejillas rojas de rabia y la mirada hecha cristaleras. Podría… Podría escribir un libro entero hablando de ella cabreada conmigo por la calle. O en la playa. O en casa. Peor aún; en la de mi madre. O la de la suya. Daba igual. La cuestión es que no lo hago porque a las golondrinas ya les escribe Bécquer, y ella era una. No lo hago porque siento que no puedo, que mis días ya no riman y que he dejado de ser una preciosa coincidencia. No he decidido abandonarla, solo llamarle la atención. Que vea que los portazos pueden dolerle a alguien más que no sean las bisagras de la puerta.
Ya veis. Somos como una mala canción de Coldplay que suena de fondo mientras ella sigue cabreada y no hay nadie para poder ver lo bonita que se ha quedado la tristeza en esta calle. O en mi casa. ¡O en la de mi madre! ¡O la de la suya! Joder. Espero que no tengáis en cuenta mi sonrisa si me veis con ella por ahí. Ni cómo la miro o cómo intento abrazarla.
Es imbécil, joder. Imbécil y muy irritable.
Pero ni se me ocurriría dejar de quererla.