sábado, 26 de abril de 2014

Horas de lluvia sin sentido.


Siete horas de lluvia.
Dónde estás, que hay relámpagos.
Pero no fuera.
Si no fuera tuya, 
¿de quién sería?
¿Mía?
"A veces te quiero".
Todo.

Nueve horas de lluvia.
Veintitrés páginas. Todas rotas.
Formo palabras. Las que quiero.
Y a veces te quiero. 
Cuando no pierdo
consonantes.

Me he quedado atrás.
Llevamos doce horas de lluvia.
Ni un abrazo.
Ni una mano.
Ni un café,
ni cerrar los párpados. 
Ni volver.
Ni irte. 
Ni quererme,
porque a veces no te quiero.
"Querido Equis" 

jueves, 24 de abril de 2014

(A duras penas) Escribo.


Escribo para aquella chica que una vez me dijo que sería feliz cuando aprendiese a usar mis alas; para responderle lo que no le respondí en aquel momento. Lo de mi espalda no son alas, corazón. Sino sangre, unas tijeras y desconfianza quebrada; días caminando a ciegas por donde me advirtieron que no caminase. Escribo para la Luna. Para que baje el telón ahora que ya no hace de foco y no quedan locos matándose de amor en el escenario. Escribo para comprobar si algún día llegaré a ser capaz de representar con palabras un suspiro o una mirada triste más. Escribo para los pianistas que mantienen que la melodía perfecta necesita al menos una nota sostenida, como la persona cuerda que te da sentido cuando alcanzas ese momento de tu vida en el que no dudarías en tirarte desde tu balcón. Ese balcón desde el que sabes que no te matarías si cayeses, pero habrías sentido cómo era estar solo y ser libre a la vez en el aire, porque dicen que los pájaros en pleno vuelo son el símbolo de la libertad. 
El mismo balcón desde el que la viste irse hace ya dos años… 

Escribo… Escribo porque no sé doler de otra manera. Y aseguro que, detrás de todos los párrafos que haya escrito o vaya a escribir en mi vida, hay un mensaje único. Un mensaje de esos que se transmiten a gritos y que, por escrito, me llevaría todos los signos de exclamación del mundo. Un chillido desgarrador que diría que te estás yendo, cuando ahogado en él hay un “Ven a buscarme y no me dejes ir”. Y mientras todo sucede de golpe, en tu cabeza piensas cómo sería tu vida si el amor no significase para ti llegar a casa y escribirle a quien no supo interpretar una llamada de auxilio y un portazo.

A mi escribir podéis llamarlo chantaje emocional, que no importa. Yo escribo para quien no existe y quiere hacerlo. 
Para esas personas que no son el puto Titanic, 
pero se ven hundir igual.

lunes, 21 de abril de 2014

Satélite.


Voy a contaros la historia de la persona que le sonreía a la Luna:

Trata de dos conocidos que fingían no conocerse. Se dibujaban a destiempo en diferentes partes del mundo y eran tristes, tristes y esperanzadores, como la segunda estrella a la derecha de Peter Pan. Eran vida sin vivir; abandono sin haberse abandonado (al menos el uno al otro). Aún a lo lejos y sin verse, derramaban la misma cantidad de lágrimas. Sus rosas nunca se marchitaban, porque las regaban con aquella pena. Y ambos se paraban a admirar la misma Luna, pero nunca de la misma manera.

Él era frío, tan frío como podía serlo el hielo instantes antes de llegar a quemar, pero aquello le encantaba. Decía que siempre había esperado el día en que alguien pudiese derretirlo, y aseguraba que aquel día ya había llegado hace más de cinco años. Contaba que no se avergonzaba de no haber visto a quien había conseguido tanto en su interior, y mucho menos se arrepentía de haberla conocido ahora que aparentaban haberse olvidado. Se asomaba todas las noches a ver la Luna porque decía que, al menos, seguía compartiendo el cielo con ella. Y en el fondo odiaba aquel satélite por poder verla cuando él no podía.

Ella estaba loca, loca de remate. Pasaba los días delante de su lienzo en blanco intentando plasmar su desarraigo por el mundo, que nunca acababa de ser suficiente. Todos decían que el eco de sus sollozos movía las olas, y ella solo quería pasar desapercibida. Además, vivía sola. En su piso tenía una pared en la que escribía su nombre por cada día sin él y, al anochecer, se asomaba a su ventana a ver la Luna. Y le sonreía, porque tenía la absurda idea de que su sonrisa se reflejaría en aquel satélite hasta llegar a él, pero eso no pasa. Nunca pasa.

El día en que ella murió encontraron dos mil trescientos trece nombres en su pared, todos a medio escribir. Y estaban así porque, aunque estuviesen demasiado lejos, ella siempre acababa viéndolo en sus delirios; su locura.
Jamás nadie volvió a sonreírle a la Luna por él y, con el paso del tiempo, consiguió rehacer su vida.
Pero nunca la olvidó aunque un día tratasen de olvidarse.

"Ni se te ocurra llorar".

Eran las nueve y media de la noche. Yo estaba en la terraza de aquel barco, él tras una barandilla que había enfrente...
Y había llegado la hora de irse.

Ya nos habíamos despedido, pero aún así nos quedamos allí, mirándonos desde lejos. En diez minutos me pregunté mil veces cuándo volvería a tenerlo delante o si volvería a hacerlo y, como siempre, no obtuve respuesta de mí misma. Recuerdo haberle visto entristecerse cuando, sin querer, me vio secándome tres lágrimas caídas que había estado reteniendo las dos últimas horas entre varias sonrisas y una carcajada rota. Desde donde estaba hizo gestos de "Ni se te ocurra llorar" y yo simplemente me apoyé en la barandilla de la terraza y sonreí negando con la cabeza. 

Se había quedado una noche preciosa para enmarcar el día completo y no olvidarlo. A mi alrededor los demás pasajeros ya habían entrado por el frío, mientras yo no sentía más que el dolor de tener que irme. O verlo quedarse. O ambas cosas. Y no conseguía ver nada que no fuese él mirando al mar, inexpresivo. Como si acabase de aceptar que el mundo se está muriendo de ganas de vernos separados otra vez.

Cuando ya me había perdido en su imagen por completo llegó uno de los encargados del barco. "No puedes estar aquí afuera mientras el barco zarpa", me dijo. Asentí. No le quedó más que empujarme hacia el interior del barco cuando, aún después de lo que me había dicho, había corrido hacia la barandilla de aquella terraza una vez más. "¡Te quiero!", grité. Lo vi incorporarse y gritarme lo mismo mientras me seguía haciendo gestos que me pedían que no llorase. 

Una vez dentro corrí hacia una ventana y lo vi secarse las lágrimas. Mientras sonreía a duras penas, le hice los mismos gestos que él a mí. "Ni se te ocurra llorar", pensé, y cuando lo vi despedirse con la mano el mundo se me vino abajo.  

Seguí largo tiempo en aquella ventana hasta que me permitieron salir de nuevo afuera, donde pasé todo el trayecto llorando mientras lo dejaba atrás. 


Veréis: Hay veces en que las horas se nos van demasiado rápido. Los días.
A veces incluso los años pasan siendo demasiado fugaces para disfrutarlos.
Y resulta que, de repente, en un día perdido en medio de tantos años efímeros
el tiempo para.
Y no sabes si estás soñando o has conseguido lo que te esperabas finalmente,
pero da igual. 
Os juro que siempre llega, y es uno de esos días que recuerdas siempre, como el que
ha sido escrito en esta entrada. 
El tiempo para un momento y luego sigue.
Pero lo disfrutas. Y lloras si tienes que hacerlo.
Sed tristes o felices, pero bonitos. Efe.

jueves, 10 de abril de 2014

"Acción Poética".


No sé qué respiro, pero se parece a tu nombre. 
Y me gustaría que supieses que, en mi cabeza, nuestras voces riman.

¿Sabes? 
No soy Acción Poética, 
pero también existo si me nombras.

martes, 8 de abril de 2014

Treinta veces reescrita.

Antes de nada quería dar las gracias a aquella carta que reescribí treinta veces. 
Las treinta a la misma persona, con el mismo fin y con los mismos sentimientos.
La que lleva dos años olvidada en un cajón esperando el fuego en que, si un día me atrevo, arda.
La que nunca mandé. 
                                                                                         (Este no es un extracto de ella)

Veintisiete de julio de dos mil trece. 
"Te escribo esta carta aún sintiéndome como un fénix acabado de resurgir de sus cenizas. De hecho, esta es la vigesimo séptima que te escribo en todo el mes. Llevo días reuniendo la ceniza suficiente de los borradores anteriores para encontrar las fuerzas necesarias para renacer de ellas. ¿Sabes? A lo largo de mi muerte interna solo he sabido reflexionar en mi epitafio, o en si tendré uno. A estas alturas solo sabría pensar en tu nombre, porque a ti se resumen gran cantidad de años de mi vida. Y siempre he dicho que los epitafios son solo para personas que se dejaron algo por recriminar al mundo, así que imagino que eres lo único por lo que tengo razones para odiar la vida. ¿Por qué no eres mía? 
Dicen que escribo como los ángeles (que acabaron suicidándose en el Infierno) solo por ti, y me he vuelto puro egoísmo con quien pasa de largo cuando te ve por la calle a su lado. Quiero que recuerdes siempre que lo más bonito que has hecho sin mirarme es desorientarme, y que gracias a tu amor no correspondido he comprendido que no todos los versos que te dedico tienen que rimar. Que simplemente tienen que sonar; sostenerme. 
Vuelve ya, que tu dureza dejó de incitarme a luchar en la página anterior del libro".

El fuego aquella noche del veintisiete iluminó mis ojos como los fuegos artificiales mi alma.

Veintiocho de julio de dos mil trece.
"Te escribo esta carta aún sintiéndome como un fénix acabado de resurgir de sus cenizas. De hecho, esta es la vigesimo octava que te escribo en todo el mes..."

domingo, 6 de abril de 2014

Nunca seremos poetas.





Veintidós
de
septiembre.






Nunca seremos poetas porque nunca hemos sabido ver estrellas donde no había más que histeria. Dime, ¿qué hay detrás del fuego que llevamos dentro? ¿Manías? ¿Mundos? ¿Vacíos? ¿Un vacío tan grande como el mundo en el que sepultamos nuestras manías?

Quizá fuese culpa mía: un poeta no puede forzarse.
Si bien es cierto que siempre quise ser el mejor poeta de mi mediocre vida, también lo es que ni siquiera he logrado eso. Llevo meses obligándome a ver la Luna como una madre, a llorar por quien en realidad no se ha ido. Llevo años convenciéndome a mí mismo de que poeta es el que ve rosas allí donde todo es asfalto y procurando que me pasase lo mismo cuando, en realidad, siempre me he dedicado a hacer asfalto de ausencias. A decir verdad, escribir siempre me ha parecido el primer síntoma de falta de cordura, salud, perspectiva y (co)razón.

¡Silencios! Silencios. Hay silencios. Silencios mudos. Y sordos. Y descoloridos. Tristes. Apagados. ¡Silencios! De esos que hacen eco. ¿Es eso usted? ¿Silencio? ¿Es a lo que aspira? ¿Lo que desea? ¿Sería feliz con ello? Lo dudo mucho. Entonces, ¿qué es?

Palabras y palabras. No dejó de hablar hasta desorientarme.
No sé qué soy. Mi manera de escribir ha sido regida por las personas que he querido y se han ido casi sin estar. Por las que han vuelto y no llamaron para entrar. Ojalá me hubiese basado en cada portazo de despedida que no sonaba, pero estaba allí.

Abstracto. Un invisible. Es usted indeciso, irremediable. ¿Ve cómo consigo liarlo? ¡Vaya y sea feliz! ¡No vuelva a dejar que lo confundan! ¡Vaya y no vuelva, joder! Deje de plantearse si acaso está aquí por algo. Diga que simplemente está aquí, que eso es suficiente. ¡Usted no necesita que le digan que es poeta!

Tenía razón. ¡Soy una estúpida alma en pena buscando caminos!
¡Que digan lo que quieran los poetas de los suburbios! No es bonito que me duelas, ni llorarte, ni que vuelvas; sino que estés. No nací para ser Bécquer, ni Larra, ni Machado. Estoy aquí para ser yo, para pegarle un tiro a las musas.

Estoy aquí para ser susurro, cantar, grito y quejido.        
Voz irrompible, eco nostálgico: un recuerdo.
¡Un invisible!



No lloréis por mí.