La vi quemando
las rosas del funeral de su madre aquel mismo día por la mañana y, cuando me
acerqué, ni siquiera me salieron las palabras. Ella tenía los ojos empañados
junto con una mirada triste y perdida ante el fuego, pero no lloraba. Rato
después se sentó en el frío suelo lleno de barro por la lluvia de la noche anterior
y recogió los pies, rodeándolos con los brazos y apoyando su cabeza en ellos.
Recuerdo haber hecho lo mismo.
Era uno de esos
momentos de la vida en el que tu cabeza empieza a reproducir Trouble, de Coldplay. Uno de esos
momentos en el que deseas darle un abrazo en silencio, pero no lo haces.
No separó la
vista de aquella hoguera ni una vez, pero llegó un momento en el que levantó
levemente la cabeza de sus piernas, negó con ella con un movimiento casi imperceptible
y dijo:
Ni siquiera sé qué haremos cuando ya no
quede nada de ella en nosotros. Será como estas efímeras rosas que disfrutamos
en su momento. ¿Crees que volveremos a recordar siquiera cómo olían cuando se
hayan convertido en cenizas y se las lleve el viento?
Volvió a
acomodarse en sus piernas y yo miré al suelo. Como su padre, me prometí que
nunca me permitiría que ella fuese tan infeliz como era ahora, pero no pude
hacer nada en ese momento. Simplemente entré en casa como un maldito cobarde y
ella se quedó allí.
Recuerdo que pasó
cuatro horas más delante de lo poco que quedaba de aquellas rosas, con la misma
mirada perdida y bajo una lluvia casi torrencial. Recuerdo haberla observador
durante toda la noche sin dormirme y recuerdo haberla visto llorar cuando, a la
mañana siguiente, la lluvia había acabado con todo.
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