Llevo días
viéndola congelarse a treinta y dos grados y ya no me queda más que darle un
abrazo que la estabilice mientras, en mi interior, sigo sabiendo que todo en su
cabeza da mil vueltas. No tengo palabras.
Quizá estemos en decadencia.
Ayer quise sorprenderla
colocando una rosa en su escritorio. Llegó a casa como solía hacerlo: fría,
endeble, perdida… Y así mismo fue su mirada minutos antes de salir corriendo en
dirección a ninguna parte. Al ver la flor pegó un grito que desgarró el
silencio, mi alma y hasta los espejos. La vi irse.
Podría matarme
por haber hecho lo que hice: no correr tras ella. Me dediqué a mirar la rosa
que había acabado en el suelo y luego al espejo que tenía enfrente. Me veía a
mí. La oscuridad. A mí otra vez. La rosa. Más tarde mi mente se quedó en
blanco.
Me fui agachando
lentamente hasta que llegué a sentarme en el suelo, siempre mirando hacia el
espejo. Preguntándome qué es lo que había hecho mal. Poniendo a prueba mis ojos
comprobando cuán empañados podrían soportar estar antes de comenzar a llorar.
No me responde a
los mensajes y, conforme se hace de noche, empiezo a parecer una vaga sombra. He
acabado tirado sobre el parqué y mirando al techo como si encima hubiesen
estrellas, pero en todo lo que pienso es en ella y el tiempo pasa, fugaz.
A estas horas de
la madrugada parece que la rosa se esté marchitando a la luz de la Luna.
Aunque,
pensándolo mejor, quizá sea yo.
Debería haber ido tras ella.