Se mató.
No volví a oír su voz haciéndole los coros al viento entre los árboles y recuerdo dejar de llorar. Me llamaron loca por reírme cuando pronunciaron su nombre, pero juro que las carcajadas eran como cañonazos que no cesaban. Recuerdo que la música que acostumbraba a enseñarme se convirtió en todo lo que conseguía que me durmiese entre lágrimas cada noche, y mis sueños... No habían. Pero me adjudiqué un sueño en medio de la hiriente realidad en mis narices: volver a verle. De nuevo. Quizá por primera vez. O por última, pero verle. Oírle. Poder abrazarlo y preguntarle si sabe realmente a quién matan los tiros. Para poder confesarle que me he vuelto tan torpe y me he quedado tan ciega que he acabado tropezándome con los pasos de peatones. Que me he acostumbrado tanto a la oscuridad de su ausencia que ya no escribo por lo que escandila el papel.
Prometo que las musas acabarán escribiéndome a mí.
A punta de pistola.
Porque se mató. Y le echo de menos mal que acabaré como él.
Juro.
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