domingo, 8 de junio de 2014

Entre tanto, espinas.

No sé hablar de dolor sin rosas, ni de mí sin alguien más.

Anoche le vi y me dijo que todo esto no sería un camino de rosas.
“¡Mucho mejor!”, pensé. Es más: le sonreí, e intenté hacerlo con otros ojos que no fuesen mis típicos ojos tristes de haber llorado demasiado y haber roto más fotos de la cuenta a la débil luz de la lamparilla en una noche sin luna y demasiadas estrellas fugaces que perdí de vista. Le sonreí. Otra vez, quiero decir. Mierda. Éramos elegantemente dolorosos cuando ni siquiera el cielo de luto se detenía a llorarnos.

Él tenía también alguna que otra foto clavada en las pupilas.
Qué sé yo si sería mía, de ambos o de quién. Seguía mirándome como queriendo preguntar “¿qué te ha pasado?”, y no podía evitar volver a sonreír. Era imbécil, muy imbécil. Yo, digo. A quién se le ocurre sonreír cuando le preguntan por su corazón a escondidas. Y mierda. Otra vez. Que sí, que será que soy imbécil, os repito. Estuve a punto de responder que lo era él, pero pensé que mejor no. No sé, para qué voy a querer que sea mi corazón si le dan tantos infartos.

“¡Mucho mejor! ¿No sabes que las rosas tienen muchas espinas?” 
Al decir eso se le aclaró en su cabeza el porqué de mi sonrisa, estoy segura. Qué zorra soy y qué bonito se quedó el momento para no acabar de destruirlo, sino para dejarlo en unas pocas ruinas que se sostienen por poco. Él también sonrió, ¿sabéis? La sonrisa del que presume de lo que no tiene.


Hay quien presume de ser un fénix...
Y ahí afuera
siempre llueve,
queridos heridos
de guerra.

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